A raíz de la inesperada muerte de mi tío, he decidido dedicar, en su memoria, este post a la pérdida y el duelo. No será un artículo teórico sobre el duelo y la gestalt, que tal vez escribiré en un futuro, sino más bien un escrito fruto de mi propia vivencia que quiero compartir con vosotros.
Creo que el proceso de duelo o, por lo menos, parte de él es diferente si se trata de una pérdida de la que ya teníamos conocimiento (p. ej. a raíz de una enfermedad o personas con edad muy avanzada) o si es algo que sucede de repente, sin previo aviso. En este segundo caso, cuando sucede de repente, la aceptación suele ser algo más difícil y, en un primer momento, quedamos en estado de shock y parece que no pueda ser cierto. Me cuesta hacerme a la idea de que ya no veré más a esa persona y, paralelamente, puedo empezar a repasar que es lo último que le dije, cuando nos vimos y que hicimos en ese encuentro, o cualquier otro tema que pueda sentir como pendiente.
Todavía en estado de shock, hay que hacer frente a los trámites administrativos y logísticos (tanatorio, funeral, últimas voluntades) y los familiares más directos se encuentran ante una situación que, en la mayoría de los casos, desconocen y en un estado en que la mente no está serena para tomar decisiones. Por otra parte, el hecho de tener que gestionar estos aspectos de la despedida ayuda, de alguna manera, a no dejarse ir, es algo que puede ser un aliciente para mantenerte a flote en un momento realmente duro.
Ante esta situación, lo que más me ayuda y me reconforta es estar con las personas que comparten la pérdida, en este caso, mi familia. Tengo la sensación que son los únicos que pueden entender qué me está pasando y me apetece estar con ellos para acompañarlos también en su dolor. Es curioso, pero la muerte trae también amor y vida para los que nos quedamos, al margen de dolor, por supuesto. En estos momentos, valoro más que nunca a mi familia y siento la necesidad de tener con ellos un contacto más cercano del que tenía antes. Como me dijo mi maestra de yoga; “este es el regalo que nos dejan los que se van”. Y lo siento cierto, ha sido un gran regalo el ser más consciente del amor que siento por mi familia y de mis ganas de estar con ellos.
Así que, juntos, despedimos a nuestro ser querido, primero en el tanatorio y después en el funeral. Allí, de nuevo, sensaciones extrañas dada la dificultad que supone asumir la muerte repentina de alguien que siempre ha estado en mi vida. Me parecía verlo entre los amigos y familiares que nos visitaban. Y, al verlo en el ataúd, tenía la sensación de que se iba a levantar en cualquier momento. Cuando ya estaba más hecha a la idea, de repente, me doy cuenta de que cuando cierren el ataúd ya no lo volveré a ver más, ni vivo, ni muerto. Y empieza una nueva despedida, la del cuerpo, la de la imagen. Hay personas que prefieren no verlo y conservar el recuerdo que tienen de él. En mi caso quería estar lo más cerca posible de mi tío, así que fui entrando a la sala y no me despedí de él, de su cuerpo, hasta el último momento, justo antes de la misa.
Es cierto que reconforta estar en familia y, a la vez, también calienta el corazón ver a tantos amigos y familiares despidiéndose de él y acompañándonos. Una vez más, un regalo del que se marcha: el reencuentro con personas que vemos poco, pero a las que apreciamos y nos alegra ver, aunque “lástima que sea en esta situación”, como comentamos mientras nos saludamos. Para mi la misa es de los momentos más emotivos, es casi, casi, el último adiós. Me cuesta dejarme tocar por las palabras, pero la música llega donde las palabras no alcanzan y, con la música de piano y violín, me rompo.
El último adiós es sólo para los más cercanos, o así lo entiendo yo. Y vamos al cementerio a incinerarlo o enterrarlo o las dos cosas. Esta es la parte más extraña ya que mientras la familia llora en intimidad la perdida, unos albañiles ponen cemento a los tochos que sellarán el nicho y la mezcla de lo emocional y lo práctico se me hace tan bizarra que me siento, como poco, desubicada. Aunque, con la familia al lado, así que también reconfortada y acompañada.
Parece que aquí acaba la despedida y, para mí, lo peor empieza al día siguiente, cuando los trámites y la despedida se han acabado, la vida sigue, pero yo no estoy “bien”. Sigo triste, me siento extraña y ya no hay un protocolo a seguir ni más reuniones, ni despedidas. Entonces es cuando siento que me toca empezar a gestionar realmente la pérdida. Cuando me encuentro a solas con el día a día, sin rituales ni tareas pendientes. Todo sigue, como si no hubiese pasado nada, pero yo sigo llorando cuando me levanto, no estoy “normal” y, sí, ha pasado algo.
Antes, en alguna ocasión, recuerdo haber pensado que me parecía innecesario tanto ritual, pero ahora siento que, más allá de temas religiosos, es de ayuda el tener un protocolo a seguir que te permite despedirte de quien ya se ha ido y estar en familia en un momento tan difícil. Para mi tiene sentido y ayuda a saber que “toca” hacer cuando no sabes que hacer. Y ayuda a estar con quien quieres estar, porque así es como está organizado.
Antes de acabar, me gustaría destacar un último regalo que nos hace quien se va y es que al ponernos en contacto con la muerte nos pone también en contacto con la vida, ya que son dos caras de la misma moneda. Y, de repente, el cielo es más azul y me siento más sensible a todo, a lo doloroso por supuesto, pero también a lo bello, a lo amoroso. Es como si esta pérdida me hubiese abierto un poco más el corazón. Y el duelo sigue y me siento extraña y tengo prisa porque se acabe, pero no se acaba y sé que tengo que darle tiempo. Tiempo y espacio para poder transitarlo de verdad para que, esos recuerdos que ahora me entristecen, puedan convertirse en lo que realmente son, recuerdos que me enternecen, emocionan y me generan agradecimiento y amor. Como ya sabéis, no hay otra forma de hacerlo, sólo poco a poco…
Miriam Sans